Fue una madrugada cualquiera sobre la ruta nacional 34, a la altura del ingenio La Esperanza, cuando varios automovilistas quedaron paralizados por el horror: un hombre arrastrándose por el asfalto, cubierto de tierra y espinas, con los ojos desorbitados y el silencio de quien ha visto algo que no puede explicar. Nadie supo su nombre, ni de dónde venía, ni a dónde iba. Sólo dejó una imagen: la de alguien que huía de algo… o de alguien.
“Parecía en shock. No hablaba, sólo miraba hacia atrás”, relató un conductor que se animó a acercarse. El hombre no pidió ayuda. No podía. Sus ojos hablaban por él: había miedo, desesperación, y algo más... algo que helaba la sangre. Tras el encuentro, desapareció sin dejar rastro. Ninguna comisaría lo reportó. Ningún hospital lo recibió.
En los cañaverales del norte argentino, las leyendas no mueren: se duermen. Y ese despertar tiene nombre. “Eso fue el Familiar”, sentenció un viejo zafrero, curtido en cosechas y supersticiones. Cuenta que es un espíritu oscuro, invocado antiguamente por patrones para castigar a los obreros rebeldes. Un ser que se alimenta del miedo… y de carne humana.
El mito del Familiar resiste al olvido, dicen que toma forma de perro negro con ojos rojos, o de una enorme serpiente que se arrastra entre los cañaverales. Que cuando aparece, todo huele a azufre. Que no se le puede disparar. Que no deja testigos... o si los deja, no vuelven a ser los mismos.
Esta vez, hay quienes se animaron a hablar. Bajo promesa de anonimato, trabajadores de la zona confesaron haber escuchado gruñidos y pasos en la noche. “No era un animal. Pero tampoco era humano”. El terror no grita. Se filtra. En susurros, en rezos al pasar, en el silencio de los caminos de tierra.
El Familiar volvió. O quizás nunca se fue. Y mientras los campos del norte sigan cubiertos por la noche, su sombra seguirá allí. Esperando.