En el corazón del Trópico de Cochabamba, Bolivia, Evo Morales desafía una orden de arresto desde su fortín en Lauca Ñ, donde más de 2.000 seguidores lo protegen con lanzas, escudos y barricadas de madera. El ex presidente, acusado por trata agravada, se niega a abandonar su bastión sindical mientras exige volver a ser candidato, pese a la prohibición constitucional.
El fortín, bautizado como “Estado Mayor del Pueblo”, cuenta con torres de vigilancia, guardias permanentes y un estricto control de ingreso. Muchos de sus custodios duermen en carpas improvisadas en “La Vigilia”, listos para actuar si alguien intenta capturarlo. “Nos defenderemos con nuestras costumbres”, aseguran los dirigentes, que empuñan lanzas de dos metros y usan escudos artesanales.
Morales recibe visitas y da entrevistas desde la sede de su radio Kawsachun Coca. Allí mantiene su figura de líder rodeado de símbolos indígenas, trofeos y fotografías con Hugo Chávez y Fidel Castro. Dice que si dependiera de él, se entregaría, pero acepta la protección “porque no puede rechazar a sus compañeros”.
Mientras tanto, la región vive en un vacío de poder. No hay presencia policial ni militar tras los violentos bloqueos de caminos que dejaron seis muertos. El gobierno de Luis Arce lo denunció por terrorismo y otros delitos, y el Banco Unión suspendió actividades en la zona. Morales, sin embargo, acusa al gobierno de querer “matarlo políticamente”.
“Sin víctima no hay delito”, afirma el ex mandatario, y denuncia una maniobra para impedirle competir electoralmente. Su influencia en la zona se remonta a los años 90, y hoy los mismos cocaleros que lo acompañaron en su ascenso son los que lo defienden con uñas, lanzas y barricadas.
El enfrentamiento entre Evo y el gobierno refleja una profunda fractura dentro del oficialismo boliviano, que amenaza con desencadenar una nueva crisis en el país. Mientras tanto, en el Trópico, la ley no entra y Evo resiste.